Turku-Åbo

Recuerdo de verano No. 11

Ciudad con dos nombres: “Turku” para los fineses y “Åbo”, para los suecos. Si hacemos uso de los gentilicios nativos, para los turkulainen el nombre de la ciudad significa “mercado” y para los åbobor, la misma ciudad significa “pueblo en la ribera” (por estar situada en las márgenes del río Aura). Pero nadie parece preocuparse por eso, el clima gélido de la zona ayuda para que el hielo les resbale. Lo mismo da Turku que Åbo, la gente vive y deja vivir sin pretender ser unos mejores que otros. Entre otras cosas, dado el elevado por ciento de suecos y fineses en el mismo territorio, el Estado oficializó ambos idiomas para vivir en coexistencia pacífica y expresarse libremente en la lengua que mejor dominen pues, a fin de cuentas, todos nacieron en Suomi, o sea, en Finlandia. Los documentos oficiales y las señalizaciones del tránsito están escritos en los dos idiomas para que tanto suecos-hablantes como fineses-parlantes lleguen a su destino.
Como yo vivo en Suecia la llamaré Åbo aunque mi amigo Yasser, que vive en Finlandia, la llama Turku. Así que sin pelear, después de recorre el mar Báltico y el golfo de Finlandia aterricé… allí. La razón: la fiesta de boda de mi amigo que tiene nombre árabe pero es cubano con descendencia afrocubana y residencia en Helsinki quien se casó con una finlandesa con nombre hebreo que también vive en Helsinki pero estudia en Suecia y nació en Turku, en fin, “que vivan los novios”.

Åbo fue capital del territorio de Finlandia y, de hecho, es la ciudad más antigua aunque la mayoría de las construcciones son modernas pues la ciudad, a lo largo de su historia, ha sufrido devastadores incendios. Como dato interesante, Mikael Agrícola –obispo luterano de la ciudad y considerado el padre de la lengua suomi (finlandesa)–, fue el primero en traducir la Biblia a su lenguaje nativo en el siglo XVI. En la catedral de Åbo –el edificio medieval más antiguo de la ciudad, y probablemente el monumento más preciado de toda Finlandia–, yacen los restos de la reina sueca Catherina Månsdotter (1550-1612) quien vivió buena parte de su vida desterrada en Finlandia.

Regresando al motivo del viaje a Åbo, mi amigo Yasser me concedió el privilegio de sentarme a su derecha en la mesa de los novios en el acogedor restaurante brasileño Bossa. Entre un plato y otro, brindis e interrupciones, nos pusimos al corriente de nuestras vidas y sobre la de aquellos cercanos a nosotros. La Feijoada Carioca estuvo exquisita aunque no pude chuparme los dedos en público.

Después de la cena, llegó el espectáculo cultural que se inició con el vals de Yasser y Anna. Algunos de los invitados expusieron su talento artístico con poemas, desideratas y canciones. Para concluir, una amiga de mi amigo (cubana tenía que ser) bailó para los novios (y para los presentes åbobor y turkulainen) –en pleno restaurante brasileño– una danza… ¿Hawaiana? Bueno, creo que eso fue lo que dijo.

Después, el grupo de amigos de Anna y Yasser, se puso de acuerdo para que nos sentáramos en la terraza de un bar para brindar por la salud de los novios, por la mía, por la del vikingo, por la de aquel, por la del otro, por esto y por aquello hasta que, finalmente –yo no me acuerdo– alguien nos dejó en el hotel para durmiéramos la borrachera.
El vikingo y yo nos hospedamos en un hotel sin carpeta, sin personal de servicio, sin llaves. Recibimos el código de entrada al edificio a través de un sms, el mismo servía también para abrir la puerta de la habitación asignada y tenía validez hasta la fecha de expiración de la reserva. Ninguna decoración te identificaba con el inmueble, alfombras de color salmón y paredes blancas, máquinas para vender comidas ligeras, larguísimos corredores llenos de puertas herméticas. Aquello parecía un búnker.

En mi opinión, estos servicios modernos son antipersonales y aislantes, con cámaras de seguridad por doquier, allí nadie le interesaba comunicarse con nadie, por precaución evitábamos cualquier vínculo o roce con los huéspedes. Lejos del sentido de intercambio y convivencia que posibilitan las pensiones o los lobbies, bares y cafeterías de los hoteles, allí la frialdad lo embargó todo, un sentimiento raro de apatía me absorbía cuando coincidía con alguien en el corredor o en los ascensores. Entre tantas gentes que sabía que habitaba allí, la incomunicación se había impuesto, todos éramos de ascendencia incógnita.
Al hotel fuimos solo a dormir las horas necesarias. La vida estaba afuera, en las calles, en los recuerdos del vikingo cuando estudió en aquella urbe. Él fue el mejor guía que tuve, conocía todos los vericuetos, los parques, las avenidas, los rincones para siempre perdidos. Se asombraba cómo habían cambiado las cosas, era y no era Åbo la misma ciudad de los años de su mocedad. De repente se detenía y me contaba la anécdota que aconteció en tal lugar, traía a colación una historia antigua y la comparaba con la situación actual. La distancia, el tiempo, lo habían transformado en un erudito del recuerdo, pero para los habitantes, él era un turista que evocaba el pasado con ojos extraños.

Me presentó al corredor Paavo Nurmi, el atleta recordista en medallas de oro durante las Olimpiadas (1920 y 1928).

Me llevó a la Biblioteca. Paseamos ante una exhibición de Alfa Romeos. Me mostró el teatro sueco.

El Hospital.

Los edificios que más le gustaban.

La Nueva Farmacia…

Por suerte seguía abierta y funcionando como uno de los bares más atractivos de la ciudad. El vikingo, emocionado, me explicó muchas cosas y yo pregunté otras. Åbo se presentó atractiva y espléndida y yo me rendí ante ella.

“Iremos a los baños” –lo dijo dando por hecho que yo diría que sí. “No podrás regresar a Suecia sin conocer los auténticos baños finlandeses”. ¿Quién no ha oído hablar de la sauna finlandesa? Yo estuve allí. Pero no sé si vuelva. Normalmente la temperatura que se admite es entre 80 y 90 grados, pero aquel horno sobrepasaba los 100 grados y los åbobor y turkulainen tan tranquilos. El vikingo continuaba echando agua a las piedras con el cucharón y el vapor ascendía para nublarlo todo. Cuando advertí que el termómetro notificaba 110 grados, la frente me hervía, los huevos se encogieron demasiado… “Que se les cocine a otros”. Y salí dando un portazo porque hasta la madera quemaba. Al rato salió el vikingo más rojo que una zanahoria con el mango del cucharón en la mano. Con tanto entusiasmo había roto el utensilio.
“Yo me fuera a nadar a la piscina, pero… no tengo traje de baño”. “No lo necesitas. Como puedes darte cuenta, hoy los baños están abiertos sólo para hombres. Podrás bañarte desnudo”. Pestañee, tres veces. Por mi open mine que uno sea, mi educación occidental aún me cohíbe hacer ciertas cosas. Por pudor quise atarme una toallita a la cintura como suelo hacer en las saunas de otros sitios. “Guarda la toalla para cuando te seques, así la tendrás seca y tibia” –me recomendó el vikingo. Miré a un lado, miré al otro. Hombres desnudos por allá, hombres desnudos por acá. El agua de la piscina era limpia y cristalina. Por primera vez me zambullí y braceé desnudo en el agua de una piscina climatizada. Aunque mi educación occidental me cohíba hacer ciertas cosas, por suerte no me las impide.

Es muy agradable no tener nada que lo ciña a uno mientras se baña. Al día siguiente nos fuimos a la isla Runsala y encontramos allí el sitio nudista ideal para solearnos. Todo estuvo bien hasta que el desayuno estuvo digerido. Me entraron tremendas ganas pero no de comer. ¿Dónde lo hago? El vikingo, como acostumbra, me sugirió un lugar discreto, lejos de los ojos de los bañistas. Para allá fui dispuesto a expulsar en la primera oportunidad el desayuno sobrante. Descubrí un trillo entre hierbazales y en el primer claro que hallé estuve a punto de hacer la genuflexión cuando me percaté de una cabeza rubia que a seis metros se soleaba en un descampado. Lo que iba con gusto pa’ afuera fue aspirado con prontitud al lugar de origen. Caminé contrariado buscando mejor sitio. No había caído en cuenta de que la zona, por ser aislada, era el cruising de los gays. Me detuve para pensar dónde podría acuclillarme. Un paseante se detuvo también a pocos metros de distancia. Cambié de lugar, el hombre también lo hizo. A la sazón se hizo visible un tercero. También un cuarto. Experimenté la sensación de agobio de la sauna finlandesa. Contraje los músculos de la cara, del abdomen, del recto; contraje hasta los nervios. Traté de relajarme, pero no tuve éxito. Quise esperar a que se fueran. Ellos, curiosos, también esperaron. Lo que sí no esperaría era lo que iba pa’fuera ineluctablemente. Corrí desesperado loma arriba. Sin proponérmelo crucé por encima de una pareja que había logrado hacer su nido, hermoso, entre los riscos. Del susto bajé de prisa la loma. Estaba realmente desorientado; al borde del camino me encontré al vikingo que preocupado había salido en mi búsqueda. “¿Qué? ¿Lo conseguiste?” –preguntó indiscreto. Exhausto, separé las piernas con gran alivio. Como quien no daba crédito al destino me extasió mirar cómo volaban libres las aves en el cielo.

Comentarios

Silvita ha dicho que…
Este Post me ha encantado! Qué risa! Por lo que veo, en Finlandia pasa de todo!
Lo que más risa me dió -aunque no lo crean- fue imaginarme a Andersongo colorado y con el mango del cucharón en la mano.
Compadre, 110 grados!!!!! Apretaron los fineses!
Y en el hotel... no te encontraste con las jimaguitas de Resplandor? Ooohhhh, qué miedo más rico!
Miguel Ángel Fraga ha dicho que…
Silvita, Åbo fue una gran aventura. Lamentablemente todo no lo puedo escribir, no sólo por la censura, sino porque sería muy largo, pero baste decir que sí, hubo Resplandor...

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