He llegado a casa

 


Los primeros años de mi vida en Suecia fueron de contemplación y reconciliación. Contrario a lo previsto, no ahondé en mis resentimientos ni me alimenté de ellos. Había llegado a un mundo tan diferente del que había salido que cargar con el rencor, el odio y los sentimientos de venganza me hubiera retrasado disfrutarlo. Escribir sobre el pasado viviendo un presente tan hermoso era un acto de masoquismo. Yo quería vivir. Latitud, huso horario, clima, cultura, hábitos, alimentación, aire… Prácticamente todo era diferente, hasta el comportamiento y la disciplina social. No podía escribir sobre lo que no conocía, tenía primero que observarlo como un niño que hace preguntas y se interesa por todo. Estaba agradecido y feliz de haber cruzado el Atlántico. Lo que sí extrañaba era la intensidad de la luz del Caribe. A Suecia llegué en otoño cuando las noches comienzan a ser más largas; los paisajes todos los veía monocromos. Con los días y la adaptación fui descubriendo los colores, comprendiendo que los edificios no eran nuevos, sino que estaban pintados, que las calles estaban asfaltadas; había aceras, plazas, parques, lagos con cisnes y árboles con aves… También había cielo y estrellas. En Suecia la luna es más grande, es enorme, es bella.

Siempre he escuchado decir que en casa es donde mejor se está y yo me sentía tan bien que en la primera conversación telefónica que tuve con mis padres les dije: no se preocupen por mí. Yo he llegado a casa.

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