HAVANASTATION DE IAN PADRON
EL PRINCIPE DE MIRAMAR Y EL MENDIGO DE LA TIMBA
Por Yoss
Ver filme: http://www.youtube.com/watch?v=mGg4Jx6_aCU&feature=g-wl
Por Yoss
Que los tiempos
cambian es una verdad de Perogrullo. La de hoy, por ejemplo, parece ser época
de disfrutar del cine en casa y a solas, gracias a la tecnología digital, las
ventas callejeras de DVDs con combos de 5 y 6 películas tranquilamente
pirateadas y memorias flash viajeras cargadas con lo mismo. Artilugios que
además permiten a esa parte cada vez más numerosa del público que tiene
computadora en su casa ver los filmes de reciente producción mucho antes de que
nuestra TV y nuestro circuito cinematográfico los exhiban.
Podría entonces
creerse que resulta francamente obsoleto, que ya no tiene sentido acudir a
comulgar con el milagro de la sala oscura y la pantalla grande (en la que, por
cierto, también cada vez más a menudo la imagen proyectada es digital, de DVD,
video beam o datashow y ya no de 35 mm). Que ya quedó para siempre atrás
aquella época en que nuestros entusiastas espectadores hacían larguísimas colas
cada diciembre en los Festivales de Cine Latinoamericano o ante el estreno de
cada nueva película cubana, con un sentido de patriotismo del séptimo arte
cuando menos curioso… quizás debido a la ansiedad por ver su cotidianeidad
reflejada sin cortapisas, según algunos sociólogos.
Pero bastaría
con pasar frente al Yara, al Riviera o al multicine Infanta en este caluroso final de julio
o principio de agosto del 2011 para rebatir ese criterio. Para darse cuenta de
que todavía nuestro cine conserva su legendaria capacidad de convocatoria de
masas. Y es que la exhibición de Havanastation,
de Ian Padrón, se ha convertido en una cita obligada para grandes y chicos, que
aprovechando las vacaciones atraviesan la ciudad en animados grupos para ver la
cinta, para reír sus gags y comentarla en voz alta (con notable falta de
educación y haciendo a muchos perder buena parte de los diálogos, de paso),
devolviendo al cine su condición de entretenimiento colectivo.
Hijo de gato
caza ratones. El vástago del creador de Elpidio
Valdés ya había mostrado antes su garra y su habilidad como director. Tanto
de ficción, con aquel inolvidable corto de homenaje a los harleystas habaneros
protagonizado por Herón Vega y el versátil Rigoberto Ferrer, Motos,
como de documentalista en su polémico trabajo sobre Industriales. Pero le
faltaba la consagración de este, su primer, y esperamos que no único,
largometraje.
¿Cuál es el
núcleo argumental de Havanastation?
Si Mark Twain resucitara y la viera sonreiría sin duda, satisfecho al advertir
notables similitudes con una de sus más famosas novelas: El príncipe y el mendigo (ya antes muchas veces llevada al cine,
por cierto). Se trata de una cinta casi epifánica, ya que narra un único día
(¡nada menos que un Primero de Mayo!) en la vida de dos niños. Dos pioneros
cubanos que, pese a compartir color de piel (gran acierto de Padrón elegir a
Ernesto Escalona y Andy Fornaris, ambos actores infantiles mulatos claros,
dicho sea de paso, como la mayor parte de nuestra población, al menos según el
último censo) edad y la misma aula en la primaria, no pueden vivir de modos más
diversos.
En Havanastation el altanero y mimado
equivalente del príncipe Eduardo en la clásica historia de Twain es Mayito,
hijo de un famoso pianista de jazz, magistralmente interpretado por el versátil
y siempre convincente Luis Alberto García; y de su esposa-representante, una
Blanca Rosa Blanco también en su mejor registro. La película comienza
mostrándonos su cómoda vida cotidiana: el niño habita una gran casa en Miramar,
tienen un jardinero pagado, lleva cada día a la escuela un refresco de lata y
un sandwich de jamón como merienda, juega con la Sony Playstation 2 y por si
fuera poco acaba de recibir una flamante versión 3 como regalo de su padre,
recién tornado de una gira por el exterior. Mayito, buen estudiante y bastante
sobreprotegido por su madre, no se ha bañado nunca en un aguacero porque podría
enfermarse, no tiene perros porque crían bichos y tampoco tiene amigos, porque
no está bien llevar extraños a la casa.
Mientras que su
opuesto, el mendigo Tom Kanthy, vendría aquí a ser Carlitos. No se trata de un
auténtico pordiosero, por supuesto, (¡ya habría sido demasiado!) si bien para
el director de la escuela y los profesores es un niño con problemas de
conducta, agresivo… luego sabremos que no es ningún delincuente, sino que
creció y habita en La Tinta, barrio marginal cerca de la Plaza de la Revolución
al que incluso sin la evidente similitud fonética ningún habanero dudaría un
instante en identificar con la tristemente célebre Timba. (Y ¿por qué disfrazarlo
así, mientras que Miramar aparece tal cual?) Carlitos vive con su abuela,
porque su madre ha muerto y su padre está preso: clásica familia disfuncional
cubana, en dos palabras.
Pero quede claro
que no hay aquí intercambio de príncipe y mendigo como en la inmortal historia
de Samuel Clemens. A fin de cuentas, físicamente Mayito y Carlitos tampoco son
siquiera muy parecidos. Sucede simplemente que el sobreprotegido “nene de
Miramar”, tras el desfile del Día de los Trabajadores, se pierde, y en vez de
terminar en casa de la maestra jugando con el hijo de esta, como había
convenido la $ervicial pedagoga con sus padres, enfrascados en una larga sesión
de grabación de un disco, toma una guagua equivocada que iba para Guanabo, se
baja antes y… va a dar a La Tinta. Para más inri, llevando en la mochila a la
espalda nada menos que su mayor tesoro:
la flamante Playstation 3 con la que pensaba divertirse con el hijo de la profe
hasta que sus padres acudieran a recogerlo.
El filme deja un
agradable sabor por muchas razones. Una es la música, a cargo de Harold López
Nussa, aunque el punto álgido es sin duda alguna el homenaje a Vitier y
Padrón-padre ya arriba citado. La dirección de actores y dramática del
debutante pero experto Ian es simplemente impecable, demostrando que se pude
contar una historia y atrapar al público sin caer ni en los lugares comunes del
thriller ni en las falsas originalidades pretenciosas del discurso
existencialista-metatrancoso que lastra a tantos realizadores del patio. La
interpretación de los niños, natural como pocas veces en la escena cubana, es
también uno de los puntos fuertes de la cinta. Desde ¡Viva Cuba! de Juan Carlos Cremata no actuaban tan bien niños en la
pantalla grande nacional. ¿Magia educativa de La Colmenita del otro Cremata?
Sin duda. Algún purista fanático del realismo podría lamentarse de la radical
ausencia de malas palabras, que se saben casi omnipresentes en el léxico
cotidiano de los habitantes de los barrios marginales… Pero a la vez se percibe
en tal “censura lingüística” una voluntad de estilo que, sinceramente, se
agradece después de tanto reggaetón sin pelos en la lengua sonando por todas
partes.
Porque, por otro
lado, es justo ese el principal mérito de la película. El que, más allá de su
bien estructurado guión, de su veloz ritmo narrativo, sea la vida misma cubana
la que está ahí. Dicen que los vecinos de La Timba, tras ver la película en una
exhibición especial, le besaban las manos al director, agradecidos de ser por
primera vez mostrados tal y como son; ni monstruos ni delincuentes. No hay aquí
conductas inverosímiles de tan “correctas y revolucionarias”, paños tibios ni
muelas vacías. Siguiendo los pasos de filmes ya insoslayables en la historia
del séptimo arte en Cuba, como Suite
Habana y Barrio Cuba, Havanastation refleja no sólo la miseria
de la marginalidad, sino la misma desigualdad social que se está abriendo paso
como un cáncer que carcomiera el seno de la sociedad más justa con todos y para
todos que pretendieron construir nuestros padres. Y lo hace sin discursos
vacíos, pero también sin temor, sin mojigatería, sobre todo sin esa amargura
que trasudaba, por ejemplo, la cinta Mañana,
de Alejandro Moya (Iskander), hace unos años. Incluso el final, para algunos
espectadores exigentes demasiado “rosado”, resulta del todo creíble… aunque
quizás en un filme rodado en otras latitudes algún que otro crítico habría
saltado presuroso a acusarlo del pecado de “instigar a la conciliación social y
la armonía de clases” como si todo enfrentamiento que no acabara en revuelta no
lo fuese de veras.
Porque ¿no es
acaso innegable que Mayito y Carlitos pertenecen, más que a dos capas, a dos
auténticas clases diferentes (no quisiera decir antagónicas, pero casi nos
salta sola la palabra de los dedos al teclado) de nuestra sociedad que por
tantos años se ufanara de haberlas eliminado? Ian Padrón, ya polémico y censurado
en su inolvidable documental sobre el equipo Industriales, dictatorialmente
vetado por años de nuestras pantallas por haberse atrevido a entrevistar a deportistas “desertores” al otro lado del
estrecho de La Florida, sigue poniendo el dedo en la llaga, y cada vez con más
puntería. Ahora bajo el inocente disfraz de una película “de niños” relectura
de los arquetipos de Príncipe y Mendigo, denuncia uno de los peores y más
actuales (ojalá no insoluble, además) problemas de nuestro país. ¿Que plantea un
final feliz, de concordia y amistad? Bien ¿por qué no? ¿Acaso toda crítica
tiene que ser amarga y destructiva? ¿No se puede señalar lo que anda mal con
una sonrisa en los labios, sin odio, creyendo sinceramente en la voluntad y la
posibilidad de mejorar? ¿O acaso es la misma afloración casi ominosamente
inevitable de las clases sociales y sus diferencias la que resulta un motivo de
optimismo para el director, que tal vez cree que ahora sí nuestra sociedad,
aunque aparentemente más injusta que antes, es también más natural y realista?
Sí, muchas son
las interrogantes que plantea la cinta, tras dejar el cine con la sonrisa de
haber disfrutado de un buen rato. Y también, como auténtico arte, son muchas
las lecturas que permite. Desde luego, no se trata en lo absoluto de un film
sólo y simplemente para niños, por más que sean infantes sus protagonistas.
Cuando más, de una película para que los mayores reflexionen profundamente,
mientras los niños se reconocen en la pantalla. Que ya es bastante.
Ver filme: http://www.youtube.com/watch?v=mGg4Jx6_aCU&feature=g-wl
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