Cenicienta y sus siete enanos
Autor: Miguel Ángel Fraga
Como los cuentos antiguos este
empieza… Había una vez una lozana muchacha que vivía en un país lejano y
cercano –todo es relativo, solo depende del punto de mira– quien gustaba andar,
tanto de día como de noche, a la buena de Dios. La joven aborrecía el aseo pero
le encantaba saltar y correr sobre albañales y basureros. Sus mascotas
preferidas eran los ratones, culebras y cucarachas. La mugre de su cuerpo
motivó a la vecindad a nombrarla Cenicienta.
Su hada madrina –venida a menos–
no tenía modo de lograr que la maloliente jovencita cambiara de vida. Un día se
le presentó para prohibirle que se comiera los insectos: ella era una muchacha,
no una rana. Además, le pidió que se bañara y que hiciera algo útil con su
vida. Como respuesta, Cenicienta le dijo que se ocupara de lo suyo y que la
dejara tranquila. El hada, indignada, convirtió en enanos a sus amigos ratones.
Ahora tendrás que ocuparte de ellos y mantenerlos –dijo el hada de manera
brutal, sin consideración y a dos metros de distancia, porque el olor que
expedía la joven era repugnante.
De este modo Cenicienta aprendió
a cocinar, fregar la loza, lavar y zurcir ropa y, además, acostarse siete veces
en siete camas diferentes. Acostumbrada al ocio, a los juegos con gusanos y tarántulas,
y de repente verse con la responsabilidad de un hogar y el mantenimiento de
siete medios hombres… ¡demasiada fatiga! Mal humorada decidió contactar al hada
madrina para ponerla en su lugar y pedirle, de favor, que la ayudara. Podría haberla
llamado al teléfono móvil, pero como en los cuentos de hadas no existe la alta
tecnología, se sentó a escribir una carta de noventa y nueve cuartillas y media
y la envió con uno de sus enanos. A fin de cuentas, el hada vivía no tan lejos,
a unos cien metros de distancia junto a la charca del patito feo.
La respuesta del hada fue
inmediata y calló con enano y todo en la olla de la sopa por la golosina de la
cebolla. El mensaje decía: “Busca con urgencia a un príncipe”.
Eso de mantener otro machango en
la casa no le gustó a Cenicienta. ¡Otra boca para alimentar y ocho camas que
vestir cada mañana! Pero tratándose de un príncipe…
Al enterarse los enanos de la
noticia –pues ya no serían los únicos que gozarían de los privilegios de
Cenicienta– se pusieron en guardia y no le perdieron pie ni pisada. Con ellos a
cuesta anduvo Cenicienta en diagonal del noroeste al sureste. Para su mala
suerte, los príncipes habían emigrado al país de las Maravillas. Durante el
descanso que hicieron en la casa de caramelos de Hansel y Gretel, escuchó decir
que el único príncipe que quedaba era uno que no se había enterado del éxodo
porque dormía hacía cien años bajo el hechizo de la bruja maléfica. A este le
conocían como el Bello Durmiente.
Muy contenta se puso la señorita
Cenicienta. Perdón, la doña, porque con siete enanos cachondos, la virginidad
la perdió en el tercer párrafo de este cuento. Llena de esperanza partió la
doña con sus enanos hacia la guarida del príncipe durmiente. Al llegar preguntó
en recepción por la habitación privada del mancebo dormido. Como respuesta la
mandaron a que pidiera el último en la fila de las aspirantes a princesa. ¡Qué
insolencia la de Cenicienta llegar y colarse! –se le oyó decir a Ricitos de
Oro. Allí estaban muchas como ella esperando su turno.
Para suerte de Cenicienta,
también estaba Cucarachita Martina, su amiga de la infancia, quien en un
arranque de desilusión decidió abandonar al ratón Pérez y ponerse para los
extranjeros, qué digo, para los príncipes; pues hablando en plata, estos eran
los que le iban a resolver su situación financiera. Martina le dio a Cenicienta
un número de la cola. Ella había tomado dos para revender uno, pero como eran
amigas, se lo dejó a mitad de precio.
Cenicienta avanzó notablemente en
la fila, no sin antes escuchar el plante de Caperucita Roja que se encabronaba
cada vez que alguien se le metía delante. Todas estaban allí por razones
similares. Ella, aburrida del lobo, el cazador y la abuela, quería –como el
resto– salir de la vida campesina en la que se mantenía por siglos.
Después que se calmaron los
ánimos, Cenicienta se enteró –en la propia fila– que al príncipe había que
despertarlo con un beso, pero un beso eficiente. Todas las postulantes a
princesa que le precedieron no tuvieron éxito. Besos por aquí, besos por allá,
y lo único que consiguieron fue marcarlo con manchas de pintalabios y chupones.
Pero despertarlo, no.
Cuando llegó su turno, Cenicienta
dejó a los enanos al cuidado de Martina quien, como las anteriores, fracasó con
su beso de cucaracha. Bien dispuesta –decidida a despertarlo de cualquier forma–,
Cenicienta bajó de dos en dos los trescientos treinta y un mil escalones de la
escalera que conducía a la cámara del príncipe. ¡Cuál sería su asombro cuando
vio al Bello Durmiente! ¡Bello! ¿Qué pensaba Cenicienta, que luego de cien años
dormido iba a encontrar a un hermoso mancebo? Nada de eso, quien dormía era un
viejo y bien viejo. El anciano llevaba una barba sin rasurar desde hacía un
centenar de años.
La doña apaciguó su desconcierto visualizando
el monte de dólares que el viejo le ofrecería por el favor de despertarlo. Si
lo lograba, la mitad del patrimonio del príncipe –al menos buena parte– sería suyo. Con eso quedaba liberada de la
responsabilidad de un hogar y el cuidado de siete machangos. Sin pensarlo más
fue en pos del vejestorio. Más, ¿cómo despertarlo? Con razón ninguna de las
besadoras había conseguido reanimarlo. Le miró, le volvió a mirar; le miró otra
vez… hasta que descubrió qué cosa era aquello prominente que elevaba las
sábanas que cubrían al viejo. El anciano disfrutaba de un sueño erótico. Con
tantas mujeres besándolo y sobándolo… Cenicienta ni lo pensó, con su
experiencia de siete camas se aferró con las dos manos a la cosa prominente y
allí mismo plantó el beso más pornográfico de la literatura infantil. Con tal
beso no sólo despertó al vejestorio, sino al reino entero.
Minutos más tarde se vio a
Cenicienta feliz subir las escaleras de trescientos treinta y un mil escalones
colgada del brazo de los dólares, quiero decir, del príncipe. ¡Quién iba a
imaginar que esa muchachita desaliñada y maloliente se casaría con un príncipe!
La envidia creció como la espuma.
Ninguna de las aspirantes a princesa podía creer lo que estaban viendo. Mucho
menos aceptarlo. La primera que se descompuso fue Caperucita, por supuesto,
ahora sí condenada a la miseria total. Luego siguió Sirenita chapaleteando con
la cola y más tarde Wendy. ¡Qué ruido! ¡Qué escándalo! La bruja, que hasta el
momento no había dicho ni esta boca es mía, decidió actuar y cortar por lo sano.
Al quitarse la capa para dar su sermón, todos descubrieron que no era otra que
Blancanieves en persona. Y se armó la bronca.
Polvos, hechizos, brujerías,
maleficios, hubo de todo. Hasta el soldadito de plomo cogió su ramalazo por
tratar de imponer orden.
El tira y jala fue tamaño. Tanto
así que Peter Pan, que en los últimos tiempos se veía un poco raro, se acercó
curioso para divertirse. Al ver al príncipe prácticamente solo y recién
despertado, se dijo: está es la mía. Estilizó su cuerpo y con picardía en los
ojos y humedecer de labios lo convenció para escapar juntos y vivir felices en
la tierra de Nunca Jamás; mientras Blancanieves tiraba de los pelos de
Cenicienta, Caperucita pisoteaba a la cucarachita Martina, Sirenita ahogaba a
Wendy en una pecera y entre esto y lo demás, llegamos al fin.
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