Alacant, la ciudad junto al mar




Mi sobrino y su mujer me reciben. Su contento no tiene límites y el mío es superior. Hablamos sin pausas, sin preocuparnos por quién recibe la información, las preguntas son respondidas por el mismo que las hace, las anécdotas se diluyen en nuevas anécdotas, intercambiamos criterios deprisa, como si este fuera el único momento que tenemos para desahogarnos. Mi oreja izquierda escucha a mi sobrino –¿Qué haremos a la noche?– mientras que la oreja derecha sintoniza con su mujer –seguro que tendrás hambre, he preparado unos bocadillos en casa para que te sostengan hasta la cena. Yo hablo de lo bien que me sienta Alicante, reproduzco con palabras la vista hermosa que vi desde el avión al tiempo que escribo un sms al vikingo para notificar que he llegado. ¡Frena, el semáforo! Ese tipo está loco, cómo se le ocurre adelantar por la izquierda. Mi sobrino, el copiloto, maneja con los ojos mientras su esposa dirige el volante siguiendo las instrucciones del marido. Las palmeras me tienen fascinado. Arranca ahora, o te vas a dormir. El mar es tan sereno, tan tibio. Te dije a la derecha, maneja y deja que Miguel escriba el mensaje. ¡Otro semáforo, para! ¿Pero me vas a dejar conducir? Me pones nerviosa. Ya envié el sms. Luz amarilla, prepárate. Joder, tío, qué pesado te pones. En esta ciudad han colocado semáforos hasta en las rotondas. Después de treinta y cinco semáforos llegamos con buen ánimo a casa. Aquí están los bocadillos, en una hora cenamos. Saco de mi maleta los presentes que he traído y la escena se convierte en un intercambio de regalos que minimizan los míos. En un santiamén, como por encanto, estoy rodeado perfumes, camisetas y zapatillas. Da gusto viajar a dónde se le espera a uno con cariño; me siento como un príncipe. Hasta el reloj que andaba buscando ya lo tengo en mi muñequera. Voy a preparar la cena. Antes sírvele un trago a Miguel. Él quiere agua, ya le pregunté. Pues ponle agua y una cerveza y también un zumo de los que le gustan. Soy un sultán. Prueba las cerezas; están exquisitas. Cenaremos en media hora. No importa, come.
Y así cada día alicantino donde no hay rutina ni tiempo para aburrirse entre tortillas españolas, paellas, magro con tomates y pimientos, gazpachos manchegos (pasta con conejo y pollo, pimiento, cebolla y tomate), ensaladas murcianas (tomate, olivas, atún, huevo duro), pescadillas fritas, huevos rellenos (con atún, tomate, mayonesa y yema de huevo rallada), mejillones, boquerones y pechugas empanizadas, caracoles, langostinos y calamares.
La ciudad se expande. Su crecimiento demográfico es excepcional por la llegada de tantos inmigrantes que de la mano de las nuevas generaciones buscan pisos y nuevos trabajos. Se construyen edificios por doquier, en cada solar hay indicios de crecimiento urbano, los edificios, como las palmas apuntan hacia el cielo.


Mi sobrino se ha operado recién de las várices de una pierna y yo le recomiendo reposo absoluto, ya no podrá acompañarme en mis recorridos como las veces anteriores. Qué vá, por el contrario -me dice muy dispuesto–, el médico me recomendó caminar mínimo diez kilómetros diarios. Así es la ciencia moderna, interviene su esposa. Pues a caminar. Fuimos a San Vicente, a la Universidad, la ciudad de las artes y las ciencias con modernísimas construcciones y espacios ambientados. De regreso, desandamos las librerías del Corte Inglés y la FNAC, los centros comerciales de AlCampo, las ferias, hasta terminar en los mercadillos de Benalúa y Los Ángeles donde las ofertas son más baratas, justo lo que yo andaba buscando. En las noches se hizo habitual los recorridos por los bares de San Vicente, de la explanada, del puerto y de El Barrio, este último situado en las angostas callejuelas de la ciudad vieja bajo la protección del castillo de Santa Bárbara que se yergue como coloso ante el mar.
Alicante, ciudad de ramblas y bares, de palmeras y sueños. Alacant...
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silvita.