Tormenta de Felicidad





Foto: Silvia Mar


La noticia llegó a la ciudad con sobresalto. Los entrecejos se arrugaron. Con atención se escucharon los partes meteorológicos. Se esperaba que la tormenta, con rachas de vientos superior a los 240 kilómetros por hora, se transformara en un potente huracán. Las calles quedaron desiertas, la gente se preparaba para recibir la felicidad que se avecinaba.


Una vieja desdentada –que había superado una tormenta semejante en su infancia– hizo bocina con las manos para culpar a aquellos que alcanzaban oírle.


– Tanto habéis hablado de la felicidad que por fin se les viene encima.


– ¡Cállate, bruja! –dijo el farmacéutico y cerró su negocio.


Si la tormenta barría con todo a dónde irían sus sentimientos y emociones. Una señora adusta vació su joyero para colocar en él toda su vanidad. Corrió al banco para conservarla en una caja fuerte, pero el edificio ya estaba cerrado. Los funcionarios habían partido para poner a buen recaudo al interés, la hipocresía y la intriga. Por su parte los empleados se preocuparon en esconder a la obediencia, la inseguridad y la cobardía.


Cada quien protegía lo que más le dolía perder. De prisa se movían de un lado a otro buscando sitios seguros para sus amarguras, rencores y odios.


Un anciano enterró en el patio de su casa los sentimientos de revancha y frustraciones que le acompañaron durante su vida. Debajo de la tierra la tormenta no los sacaría. La soprano prominente de la ciudad acogió entre sus senos a la arrogancia y a la envidia. Su marido, con gran esfuerzo introdujo en sus bolsillos una enorme cuota de celos y los mezcló con egoísmo y angustia.


De igual manera hicieron otros con la duda, el aburrimiento y la apatía. El pánico y el terror fueron llevados a sótanos para protegerlos del viento y la lluvia. Al orgullo y a la soberbia los acomodaron en sitios fortificados. A la ira y a la maledicencia le dieron apariencia de alegría y entusiasmo y los sembraron en el jardín de la euforia.


Los que tenían techo de vidrio, cubrieron estos con quimeras para que la felicidad tuviera misericordia de ellos. Sin ocuparse de la generosidad y el altruismo, los dejaron a su libre albedrío.


La tormenta ya estaba aquí, sólo faltaba ubicar al miedo. Ante la urgencia, con él se vistieron y lo enmascararon con la coraza del coraje y la valentía.


Lluvias torrenciales inundaron la ciudad. Truenos y centellas. La tormenta llegó como un ángel derribando toda tribulación.


A la calle salieron unos pocos, los que guardaban sentimientos de emancipación y esperanza. Ellos quisieron sentir en la piel la experiencia de la liberación. A estos se los llevó el viento.


Testigos del suceso fueron aquellos que no supieron ocultar la curiosidad y la imprudencia. Asomados a las ventanas vieron como un torbellino colocaba en una nube a los que con fe salieron a recibir y agradecer la felicidad. Mientras la nube los elevaba hacia el cielo, decían adiós con regocijo y amor.


Después hubo silencio. Un silencio sobrecogedor similar a la paz que no llegarían a conocer los que se aferraron a la tierra. La tormenta había pasado.


Poco a poco la gente fue saliendo de sus escondrijos y restituyendo a su lugar sus arraigos y pasiones. Nadie quiso comentar el suceso. En la prensa y los telediarios se prefirió no dar detalles ni lamentar las pérdidas. Estimularon el olvido con noticias recientes sobre la avidez y el consumo, los eventos competitivos y las contiendas bélicas. Los barrios se fueron animando, se abrieron los negocios y la vida retornó a la normalidad. Sólo un niño, que con el tiempo se hizo adulto, habló sobre la felicidad que había visto pasar por su ventana.


Autor: Miguel Ángel Fraga, mayo 2014


 

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