La economía de la dependencia: una herencia estructural de la Revolución cubana.

Hablar de la dependencia económica en Cuba no es un ejercicio de juicio moral, sino un análisis histórico. La idea de que amplios sectores de la población viven condicionados a recibir ayuda exterior —ya sea del Estado, de aliados internacionales o de familiares emigrados— no surge de la nada. Es el resultado de un modelo político y económico que, desde sus inicios, moldeó la relación entre ciudadanía, trabajo y Estado.

Un país sin propiedad privada ni iniciativa individual

Tras 1959, Cuba emprendió un proceso acelerado de nacionalizaciones que eliminó la mayor parte de la propiedad privada. Con ello desapareció también el espacio para la iniciativa individual como motor de desarrollo. El Estado pasó a ser el empleador dominante, el administrador de recursos y el árbitro de casi todas las actividades económicas. En un país donde el mercado dejó de existir como mecanismo de movilidad, la autonomía económica se volvió prácticamente imposible.

El Estado como proveedor total

El modelo que se consolidó en los años sesenta fue profundamente paternalista. El Estado asumió la responsabilidad de garantizar empleo, educación, salud, vivienda y alimentación. Muchos de estos servicios se ofrecían de manera gratuita o altamente subsidiada, lo que generó una relación de dependencia estructural: la supervivencia cotidiana quedó ligada al aparato estatal. La ciudadanía no solo trabajaba para el Estado, sino que vivía de él.

La ayuda soviética: el sostén invisible

Durante tres décadas, la economía cubana funcionó gracias a los subsidios de la Unión Soviética y del CAME. Precios preferenciales, créditos blandos y compras garantizadas de azúcar permitieron sostener un nivel de consumo y servicios que la economía interna no podía generar. Mientras el discurso oficial atribuía los logros a la Revolución, la realidad era que el modelo dependía de un flujo constante de recursos externos.

Cuando ese apoyo desapareció en 1991, la fragilidad del sistema quedó expuesta: no existía una infraestructura productiva capaz de sostener al país por sí mismo.

Una cultura laboral sin incentivos

La planificación centralizada, los salarios simbólicos y la ausencia de competencia económica crearon un entorno donde el esfuerzo individual no se traducía en mejoras materiales. No se trató de que la población “no quisiera esforzarse”, sino de que el sistema no ofrecía recompensas reales por hacerlo. Con el tiempo, esto moldeó actitudes, expectativas y comportamientos. La cultura laboral se adaptó a un entorno donde la creatividad económica no tenía espacio.

Prioridades políticas sobre el desarrollo interno

El Estado invirtió recursos significativos en seguridad, defensa e iniciativas de política exterior. Mientras tanto, la modernización industrial, la diversificación productiva y la infraestructura quedaron rezagadas. La economía se volvió vulnerable, dependiente de importaciones y sin capacidad para generar excedentes.

El internacionalismo como gasto estructural

Las misiones militares, médicas y políticas en otros países, aunque generaron prestigio internacional, también implicaron costos considerables. En una economía limitada, cada recurso destinado al exterior era un recurso que no se invertía en fortalecer la base productiva interna.

Una dependencia que se volvió identidad

La combinación de un Estado proveedor, la ausencia de propiedad privada, la falta de incentivos y décadas de subsidios externos creó una cultura de dependencia difícil de revertir. No es una cuestión de incapacidad individual, sino de un entorno institucional que limitó la autonomía económica y la iniciativa personal.

Por eso, a la luz de estos antecedentes, resulta comprensible que muchos cubanos hayan quedado condicionados a depender de la ayuda exterior, ya sea estatal, internacional o familiar. Desde los inicios mismos de la Revolución esta dinámica se estableció, y hasta hoy no ha cambiado de manera sustancial.


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