Kiev. Una experiencia.


Con grandes expectativas el vikingo y yo nos preparamos para viajar a Kiev, la ciudad capital de Ucrania.
Por esos malentendidos de la vida el viaje comenzó en el aeropuerto de Copenhague con un pago extra por no haber pagado el cupo del equipaje. Al hacer la reservación en internet, en la serie de preguntas y ofertas que exigen una cuota aparte del billete de avión (el seguro por si la aerolínea quiebra, las facilidades para cambiar o cancelar la fecha de vuelo, la plaza en el avión, el impuesto al pagar con tarjeta de crédito, etc.), no encontramos nada referente a los equipajes, por lo que creímos que estaba incluido en la tarifa de vuelo. Eso pensamos nosotros pero no la señora que nos recibió el boleto. Para nuestro consuelo no fuimos los únicos en sufrir este percance. Los pasajeros que no chequeamos con antelación las maletas, con pesar y enojo, tuvimos que amortizar una suma adicional en las taquillas habilitadas para estos fines si queríamos viajar con nuestros bagajes en un vuelo tan barato –según la compañía aérea.

Llegada a Kiev. En el aeropuerto tomamos un bus que nos mostró una ciudad de casi tres millones de habitantes que ha ido creciendo –a partir de las márgenes del río Dniéper– de manera alarmante con imponentes edificios de viviendas y rascacielos, departamentos de agencias, empresas y corporaciones.


Kiev es una ciudad limpia y poblada que poco a poco se inserta en las sociedades de consumo europeas; la gente va y viene con un sentido moderno y tradicional, consume en los grandes negocios y vende sus mercaderías en los puestos y quioscos de plazas y parques. Los jóvenes visten a la moda y los de edad avanzada conservan los atuendos que los mantienen en una época incierta: pasado o transición.

Lo primero que hicimos al llegar a la Estación Central fue tomarnos una cerveza ucraniana para aplatanarnos al lugar. El vikingo me preguntó si quería tomar un taxi o ir andando hacia el hostal, así conoceríamos mejor la ciudad. Es cierto, los lugares se conocen a pie –oteando aquí y allá– y los recién llegados arribamos con ánimo de conocerlo todo. Si el hostal quedaba tan cerca como se veía en el plano, no había problema en caminar unos cuantos metros. A caminar se dijo. Caminé doscientos metros, quinientos…, un kilómetro. ¿Y el hostal? Dame acá el plano. ¡Hombre, pero si esto es un extracto de la ciudad! Aquí sólo aparecen las avenidas principales. Sequé mi frente con un gesto de disgusto. Desabroché mi camisa y me saqué el pulóver. A medio camino, lo mejor era continuar andando por esas calles empinadas con formas de meandros. El vikingo no había mencionado que Kiev, en un principio a orillas del río, se había extendido a las colinas cercanas. Con el calor del verano la maleta y la mochila se volvían cada vez más pesadas. El vikingo, con pasos largos de gigante me aventajaba más de cien metros. Yo, en cambio, antes de remontar una nueva brecha me animaba: el que va de turismo no está apurado. Entre subidas y bajadas tardamos una hora y media en llegar al quinto piso de la habitación de un hostal antiguo y sin ascensor.
Me tendí en la cama extenuado. El vikingo se lavó las manos, se secó el sudor y muy dispuesto me preguntó si quería salir a dar una vuelta para seguir conociendo la ciudad. Lo miré sin emitir sonido. Por respuesta me quité los zapatos y cerré los ojos.


Nuestra primera noche. Más recuperado de la caminata del día salimos a descubrir cómo transcurren las noches de Kiev. Caminamos por el bulevar Kreschatyk hasta la plaza de la Independencia apreciando los edificios, los escaparates y los transeúntes. Nos llamó la atención que en todos los puestos y tiendas vendían  bebidas alcohólicas. La gente se acomodaba en cualquier quicio, muro o baranda para beber cervezas embotelladas como si tal cosa. Nosotros, por supuesto, compramos las nuestras y nos sentamos en un banco que ofrecía una panorámica excelente del bulevar. Por aquí desfilaban todos los paseantes, de ida y de vuelta. Sin nada que hacer y sin planes de visitar un sitio en particular, lo mejor fue disfrutar la noche observando el comportamiento de los lugareños.
Plaza de la Independencia

Las mujeres jóvenes no se avergonzaban de salir solas o con amigas. Llevaban minifaldas muy cortas, blusas ceñidas, zapatos de tacón alto y el pelo cayendo en rizos sobre la espalda descubierta. Ellas también se sentaban en los bancos para beber sus cervezas, fumar un cigarrillo y charlar entre ellas. Cuando se les acercaban los hombres no tenían a menos entablar una conversación con quienes les apetecía. Si estas chicas ejercían el oficio más antiguo de las mujeres, no me consta; nunca las vi marcharse con alguien.
Alrededor de las once de la noche las luces de los negocios comenzaron a apagarse. El bulevar quedó iluminado a medias con la luz de farolas aisladas. Con picardía notamos que algunos hombres se acercaban para rondar nuestro banco. Sospechamos que –sin habérnoslo propuesto– estábamos en el lugar de cruising gay. La noche prometía ponerse interesante. Compramos más cervezas y nos sentamos a mirar y esperar. A los diez minutos nos dimos cuenta de que los hombres no estaban interesados entre ellos ni tampoco en nosotros, sino en las cuatro chicas sentadas justo detrás de nuestro banco. Fue entonces que nos marchamos.

Al salir del bulevar advertí una furgoneta con policías y eso me dio seguridad para seguir andando hacia el hostal. No habíamos comenzado a subir la cuesta cuando esos mismos policías nos atajaron para exigirnos los documentos. Habíamos infringido la ley. ¿Qué? ¡Pasaportes! En ese momento nos enteramos que estaba prohibido beber alcohol en la vía pública. ¡Ah, pero si aquí todo el mundo bebe! Además, no estábamos bebiendo, sólo llevábamos las botellas en la mano para terminarlas en la habitación. ¡Documentos! Sin ripostar mostré la identificación sueca. Los pasaportes, por precaución, los habíamos dejado en el hostal. Aunque no nos trataron con brusquedad nos hicieron saber que estábamos indocumentados y que habíamos incurrido en un delito grave: andar con cervezas por la calle. El ser extranjeros no nos eximía de las responsabilidades. Sin más, nos obligaron a subir a la furgoneta y con un gran derroche de aspaviento y sirenas nos condujeron por callejuelas oscuras hasta la estación policial. Por el camino nos dijeron que para casos como el nuestro se exigía la deportación. Algo escuché sobre los turistas que venían a Ucrania a ufanarse de su estatus y a hacer lo que les daba la gana. ¿Seríamos nosotros acaso los primeros en ser aleccionados? Yo no le veía mucho sentido a lo que estaba ocurriendo. Me preocupaba más ser enviado a casa en un avión al día siguiente, después de haber anunciado mi viaje a todos mis amigos con bombo y platillos. Esta deportación, para mí absurda, me iba a colgar en el pecho –y en el pasaporte– la huella de delincuente. Y como con delincuentes la policía suele tratar, nos separaron al vikingo y a mí para hacernos las mismas preguntas que ya habíamos respondido varias veces. Ellos hablaban muy poco inglés y nosotros nada de ruso, pero estaba clarísimo el mensaje que transmitían. Con gestos hacían la maniobra del avioncito.
Al cabo de la hora y media me reunieron con el vikingo en una sala que parecía el salón de un juzgado. Varios policías custodiaban las salidas y un teniente nos recibió con cara afable, pero bien plantado. Antes de emitir su veredicto quiso escuchar otra vez la historia de la boca de los infractores, o sea, de nosotros. Aunque la escena me parecía ridícula sentí temor. Esto era más serio de lo que me suponía. ¿En qué iba a parar esta farsa leguleya?

El vikingo, sobrio y certero, le dijo al teniente que se sentía decepcionado del tratamiento que nos daban. No entendía –ni yo tampoco– que por andar con una botella de cerveza por la calle seríamos deportados de Ucrania. Si esta era la manera de tratar a los visitantes, él no tenía ningún reparo en regresar a Suecia. Eso sí, antes debíamos dejar constancia de las razones de la deportación en el Consulado Sueco.
Yo intervine exaltado y atacado por el pánico a la deshonra. Mi inglés fluyó sino a borbotones, a cucharadas. En mi opinión, lo más sensato era seguirles la corriente, reconocer mi error (¿Cuál error?) y pedir disculpas. Con humildad traté de sensibilizar sus corazones, a punto estuve de echarme a llorar. Mi intención era negociar alguna forma para salir del trance. En Cuba aprendí que a las autoridades no se les debe llevar la contraria. Era mejor seguir el juego del superior y el lacayo. Mientras más servil el lacayo se muestre, el superior podrá hacer alarde de su compasión y buena voluntad. Con tal numerito de servilismo conseguí hacer sonreír al teniente, mientras que los subalternos, a espaldas de éste, nos mostraban una planilla –que llamaban protocolo– que debíamos rellenar y firmar. Su deseo era que se aplicara la ley.

En medio de mi teatralidad escuché algo referente al pago de una multa. ¡Dinero, querían dinero! Pues pagamos la multa y nos marchamos: esa era la solución. Con un gesto de reproche, el vikingo me prohibió sacar la billetera de mi bolsillo. Nacido y criado en una sociedad democrática, él se negaba a ser chantajeado; repetía una y otra vez que estaba decepcionado y quería largarse de Ucrania.
Ya sea por la intransigencia del vikingo o por mi mediación, lo cierto es que el teniente dio órdenes de que nos montaran otra vez en la furgoneta. El vikingo me miró seriamente preocupado. ¿Adónde nos llevan ahora? Me preguntaron la dirección del hostal y les entregué la tarjeta. Con seguridad nos llevarían a recoger nuestros bultos y luego para el aeropuerto –pensé yo. El vikingo buscó mi mano para estrecharla. Así hicimos el viaje, en silencio. La ciudad estaba oscura, como si un apagón general la hubiera dejado en penumbras. El auto chirrió las gomas y paró en seco. Nos ordenaron bajar. Por temor o por no comprender de qué se trataba nos quedamos sentados. Uno de los polis decidió sacarnos casi a empujones. Aquél recodo estaba tan oscuro que estuve a punto de saltar otra vez al furgón.

La secuencia fue rápida e imprevista. Sin saber cómo, el auto partió sin dejar huellas de haber pasado. Al tomar conciencia de dónde estábamos, entre perplejos y aliviados, descubrimos el cartel lumínico sobre el portón de entrada del hostal.
Mi experiencia con la policía fue tan fuerte, que no me entran ganas de narrar el resto de mi estancia en Kiev. En unos cuantos días no se conoce una ciudad y mucho menos una cultura, pero la primera impresión que uno tiene de un lugar determina el ánimo a la hora de ponerse a contar la historia. No siempre se cumple la regla “al país que fueras haz lo que vieras”. El shock que tuvimos nos convirtió en individuos muy prudentes para evitar incidentes desagradables. Con estos temores, los paseos que hicimos eran una aventura con sigilo y cautela. Los ucranianos podían beber todas las cervezas que quisieran, pero nosotros optamos por la abstinencia.

El tropiezo con la policía no me lleva a generalizar ni a deshonrar una tierra de hombres y mujeres legendarios. Los ciudadanos ucranianos tienen todo mi respeto. Son tratables y amistosos. No faltó quien –en un bar– nos invitara a beber un strike de vodka por el placer de intercambiar algunas palabras. En los buses, en la playa, hasta los propios meseros de los restaurantes, nos hacían preguntas por curiosidad. En el hostal llevamos una vida familiar con los inquilinos que se reunían en la mesa del comedor a tomar el té y hablar de sus vidas. Hasta nos invitaron a participar en una de las fiestas que improvisaron una noche. Fue interesante conocer modos y estilos de conducta. La encargada del hostal nos recomendaba los mejores sitios y siempre estaba solícita para esclarecer las dudas. El paisaje que ofrecía el balcón de nuestra habitación, en un quinto piso en la cima de una colina, nos brindó la imagen versátil de uno de los barrios más atrayentes de Kiev.
Mercado de Abastos

Una tarde, de regreso al hostal, por fisgón me perdí en una galería subterránea atiborrada de boutiques y comercios. Cada vez que salía a la superficie me encontraba con un paisaje diferente e irreconocible. Pero, como el que busca encuentra, sin ponerme nervioso acudí a un trabajador que hacía la limpieza de las escaleras y le mostré el plano. Esa vez llevaba un mapa para visitantes tontos que tenía dibujados en perspectiva las edificaciones de interés turístico. Con el dedo señalé el Mercado de Abastos, el sitio al que quería llegar. El trabajador, con señas, me animó a que lo siguiera. Me condujo por nuevos pasajes colmados de ofertas y de gente que tropezaban como hormigas. A los doscientos metros subimos a la ciudad y allí, a la vista, tenía el Mercado. Suspiré emocionado. Por fin llegaría al hostal. Al volverme, el hombre no estaba allí. Sin esperar las gracias ni la recompensa, como un duende, se esfumó en las oquedades de la galería subterránea.

Playas en el río Dniéper
Catedral Mikhailivsky

Torre y puerta de entrada al claustro de la Catedral Mikhailivsky



Palacio Presidencial


Parlamento

Iglesia de San Andrés

Parque Hreschatyi





Pendiente de Andriivki


Comentarios

Jorge ha dicho que…
No te puedes imaginar el placer que me has dado con este correo. Yo vivi 6 meses alli y después viaje al Mar Negro por el Dnieper en un barco de pasajeros. Gracias

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